Publicado: Miércoles, 06 Agosto 2025

80 años de Hiroshima: Arrupe frente al desastre nuclear

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Se cumplen 80 años del momento en el que la humanidad descubría hasta donde podía llegar su poder de autodestrucción. Eran las 8:15 de la mañana del 6 de agosto de 1945, cuando una luz blanca e intensa iluminó el cielo de Hiroshima como nada lo había hecho antes en la historia. Explotaba ‘Little Boy’, la primera bomba atómica. Tras el impacto, un jesuita español subía una colina a las afueras de la ciudad y contempla una ciudad devastada y envuelta en llamas: es Pedro Arrupe, sacerdote, misionero, médico y, a la postre, Superior General de la Compañía de Jesús.

Aquella mañana, el noviciado del que era maestro terminó convirtiéndose en un hospital de campaña improvisado para las víctimas de las quemaduras y la radiación. La capilla quedó parcialmente destruida, y él, junto a otros jesuitas, comenzó a atender heridos que no sabían aún de qué tipo de arma eran víctimas. El mundo no volvería a ser el mismo tras la bomba nuclear. Pedro Arrupe, y con él la Compañía de Jesús, habían sido testigos de ello.

Un jesuita formado para servir

Arrupe había nacido en las cercanías de Bilbao el 14 de noviembre de 1907. Estudió medicina en Madrid, pero su camino cambió de rumbo tras una peregrinación a Lourdes, en la que fue testigo de curaciones físicas y espirituales. Abandonando sus estudios, ingresó en la Compañía de Jesús en enero de 1927.

Deseaba fervientemente ser misionero en Japón, siguiendo las huellas de San Francisco Javier. Tras formarse en varios países, además de vivir de cerca la disolución de la Compañía en España, fue ordenado sacerdote en 1936. Y en 1938, enviado definitivamente a Japón, donde aprendió la lengua, la cultura e, incluso, sería encarcelado acusado de espionaje por las autoridades japonesas, antes de ser designado maestro de novicios en Nagatsuka, a unos siete kilómetros del centro de Hiroshima.

Testigo del horror y sembrador de esperanza

La jornada del 6 de agosto de 1945 comenzaba como otra cualquiera, hasta que un fogonazo cegador rasgó el cielo. A las 8:15, el reloj se detuvo. Un momento que años después describiría en sus memorias ‘Este Japón increíble’ como "un disparo de magnesio". Después, llegó una explosión sorda, como el bramido de un huracán, que arrancó puertas, ventanas y uno de los muros de la capilla. Y luego el silencio.

Sin saber aún qué había sucedido exactamente, Arrupe, que había sentido la explosión desde el interior del noviciado, subió a una colina. Desde allí vio lo inconcebible: una Hiroshima arrasada, envuelta en llamaradas y reducida a escombros. De inmediato, el noviciado se convirtió en un hospital improvisado y los jesuitas hicieron acopio de todas las medicinas y alimentos posibles. Eran la referencia de los vecinos del barrio, en busca de socorro. Llegaban heridos sin piel, quemados, ciegos o desorientados, todos en busca de auxilio. Muchos murieron entre sus manos. Otros tantos, entre 150 y 200 personas, lograron sobrevivir gracias a los cuidados que les proporcionaron en esas primeras horas en las que la tragedia se cobró entre 70.000 y 80.000 vidas.

Muchos de los heridos no sabían qué les había alcanzado. Tampoco Arrupe lo sabía con certeza. Pero intuía que aquello era algo completamente nuevo. La medicina de entonces desconocía los efectos de la radiación a los que Arrupe y el resto de jesuitas se expusieron y enfrentaron sin conocer las consecuencias. A pesar de ello, en sus escritos no hay rastro de heroísmo ni autocompasión. Solo un testimonio limpio y austero, como el modo en que curaba a los heridos: sin espectáculo, sin miedo, sin ruido.

Una huella para el devenir de la Compañía

Arrupe daría testimonio por todo el mundo de lo vivido en Hiroshima, buscando ayuda económica para reconstruir lo destruido y solicitando misioneros jesuitas en los países que visitaba. En Japón, sería elegido Provincial en 1954. Respetuoso, atento, siempre optimista, sencillo y con sentido del humor, así lo describe Vicente Bonet, jesuita valenciano en la Universidad Sofía de Tokio, quien lo conoció a su llegada al país del sol naciente en septiembre de 1960.

“Arrupe tuvo una gran preocupación por las cuestiones sociales y tuvo que cargar muchas cruces”, explica, “aunque eso no quita valor a su gran intuición”. Este jesuita afirma convencido que los mensajes de Arrupe están, si cabe, más de actualidad hoy que en su tiempo: preocupación por los migrantes, promoción de la justicia, servicio a la fe, la inculturación del Evangelio o la búsqueda de la paz.

Han pasado ochenta años desde aquel amanecer que dividió el tiempo en dos. Hoy, cuando el mundo enfrenta amenazas nucleares y crisis de migrantes, el ejemplo de Arrupe nos llama a trabajar urgentemente por la paz y la justicia. Igual que Hiroshima hoy es símbolo de memoria y reconciliación, Pedro Arrupe es recordado como un hombre que supo mirar al horror sin perder la fe, comunicando al mundo cómo transformó el dolor en compasión y misericordia.

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