Las PAU se encarnan entre chabolas
Níjar es hoy uno de los territorios más extremos de exclusión residencial en España, el “kilómetro cero de la miseria invisible”, como decía un reciente reportaje de la prensa nacional. En su campo agrícola, miles de personas viven en asentamientos de chabolas levantadas con plásticos, maderas y materiales de desecho, sin acceso regular a agua, electricidad o saneamiento. Son espacios marcados por la precariedad, el aislamiento y el riesgo constante —incendios, acumulación de basura, enfermedades—, pero también por una vida comunitaria que resiste. En este contexto, el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM-Almería) y la comunidad jesuita han optado deliberadamente por “desplazar” su lugar de presencia, no solo intervenir desde fuera, sino situarse ahí, compartir tiempo, caminar el terreno y dejarse afectar por la realidad.
En ese marco se desarrolló la iniciativa vivida en el asentamiento de Don Domingo de Arriba (Atochares), una experiencia intensa de voluntariado y convivencia que quedó simbólicamente enmarcada en el tiempo del Adviento y en una secuencia de fechas especialmente elocuentes: el 5 de diciembre, Día Internacional del Voluntariado; el 10 de diciembre, Día de los Derechos Humanos; y el 18 de diciembre, Día de las Migraciones. Durante dos jornadas, diecisiete jóvenes universitarios pertenecientes a la pastoral del Colegio Sagrada Familia de Moratalaz, en Madrid, compartieron trabajo físico, conversación y presencia con los propios residentes del asentamiento, acompañados por el equipo del SJM. No fue un gesto aislado ni un evento puntual, sino un tiempo concentrado de encuentro, servicio y escucha mutua.
La experiencia encarna con especial claridad la Preferencia Apostólica Universal (PAU) 2: caminar con las personas excluidas. No se trató de “ir a ver” ni de “ir a ayudar” desde fuera, sino de entrar, permanecer y dejar que la realidad hablara por sí misma. Para muchos jóvenes fue la primera vez que se adentraban de verdad en un asentamiento. “Algunos habíamos estado antes cerca de estas realidades, pero nunca tan dentro”, explicaba Jorge, coordinador del grupo. El impacto fue profundo: ver las condiciones de vida, comprender lo que supone “salir de casa” cuando tu casa es una chabola, constatar que el entorno y las políticas empujan a que no existas. Caminar con los excluidos significó aquí mirar sin filtros, escuchar sin prisa y compartir una experiencia que remueve por dentro.
La PAU 3, ofrecer esperanza a los jóvenes, se hizo presente en doble dirección. Por un lado, en los propios residentes de los asentamientos, en su mayoría jóvenes migrantes, que vieron reconocida su dignidad y su capacidad de implicarse activamente en la mejora de su entorno. Por otro, en los jóvenes voluntarios, que encontraron un espacio real donde comprometerse y confrontarse con la vida. Carlos, con 19 años, hablaba de una “montaña de emociones”: el bloqueo inicial, la dureza de lo vivido, la sensación de no saber cómo reaccionar… y, al mismo tiempo, el descubrimiento de una experiencia que transforma y deja huella. Frente a los discursos que retratan a la juventud como pasiva o desinteresada, aquí apareció una juventud capaz de sostener la incomodidad, de trabajar duro y de dejarse cuestionar.

La jornada fue también una expresión concreta de la PAU 4: cuidar la casa común. La retirada de grandes acumulaciones de basura, la limpieza de una zona afectada por un incendio y la creación de un pequeño huerto con plantas autóctonas no fueron solo tareas prácticas. Fueron un gesto de ecología integral en uno de los lugares más degradados del territorio. Juanjo, de 18 años, subrayaba el valor de la comunidad: personas de todo el asentamiento trabajando juntas para mejorar lo que consideran su hogar, incluso en condiciones que “ni siquiera se pueden llamar vivir”. Cuidar la casa común aquí significó reducir riesgos, dignificar el entorno y afirmar que incluso los espacios más castigados merecen ser habitables.
Y en medio de todo ello, de manera discreta pero intensa, se abrió paso la PAU 1: mostrar el camino hacia Dios. No a través de discursos religiosos, sino en la experiencia compartida. Nuria, de 22 años, lo expresaba con claridad: Dios estaba en la acogida del equipo jesuita, en los residentes que acudían a ayudar tras largas jornadas de trabajo, en el grupo que avanzaba unido pese a la inseguridad, en las conversaciones difíciles, en el atardecer que cerraba la jornada. Dios presente en una humanidad que se encuentra, que se reconoce vulnerable y que busca una vida plena llena de oportunidades.
Entre chabolas, basura retirada y plantas recién puestas en la tierra, las PAU dejaron de ser un marco teórico para convertirse en vida encarnada. Caminar con, ofrecer esperanza, cuidar y dejarse encontrar por Dios aparecieron como dimensiones inseparables de una misma experiencia. No resolvieron la injusticia estructural, pero sí señalaron un camino: el de una fe que se deja tocar por la realidad y una ciudadanía que se construye desde el encuentro. Una fe que hace justicia, una justicia que busca la reconciliación y brota de la fe.