Semblanza del H. Germán Cruz León SJ

Nunca había convivido antes con Germán hasta que pude estar con él el curso 2017-2018 en la comunidad de Las Palmas.

Nos despedimos en los ejercicios que se tuvieron a finales de agosto en El Puerto de Santa María. Sorprendentemente, a los escasos tres meses después, le ha llegado la muerte. En estos días no paro de preguntarme qué huella me ha dejado haber sido compañeros por tan poco tiempo, consciente ahora de que se encontraba en el atardecer de su vida.

A Germán siempre lo había asociado a la Curia de la Provincia Bética. Allí trabajó casi veinte años hasta 1999. Cuando hemos coincidido en Canarias, llevaba bastante de jubilado y sin apenas responsabilidades en casa. Su pérdida de capacidad para asumir tareas era palpable y preocupante.

Un día se nos ocurrió hacer el pacto de pasear juntos las tardes. Fue bastante firme aquel acuerdo. Salvando las eventualidades imprevistas de ambos que nos lo impidieran, resultaron muchas las veces que recorríamos un circuito urbano de casi una hora: la ida, por la Avenida de Canarias, al lado del mar; la vuelta, casi siempre por la calle Triana. Ahora que ha muerto, me encuentro con que esos paseos con Germán resultaron más importantes de lo que sospechaba.

No es que fueran especialmente ricos en anécdotas. Germán mostraba desde hacía tiempo síntomas de senilidad. Uno de ellos era muy evidente: repetía los mismos comentarios sobre un repertorio limitado de temas, los que se le ocurrían puntualmente al pasar por algunos edificios, plazas o calles que formaban parte de nuestra caminata vespertina. Las Palmas le evocaba su infancia; Andalucía, su vida más activa de jesuita; Gran Bretaña, su faceta de educador. A esos tres mundos, desfigurados y desordenados en sus recuerdos, me llevaba sin demasiada lógica, pero con la misma precisión en cada paseo. No había manera de que incorporáramos otros asuntos, con una información refrescada y actualizada. Llegó un momento en que me di cuenta de que no andábamos por la ciudad: nuestro paseo juntos era por los vericuetos de su pasado y por las trazas de vida que su memoria le enviaba desde muy atrás. 

Así una ocasión tras otra. Nuestras conversaciones se volvieron monótonas y previsibles. Sólo las interrumpían saludos a conocidos. Germán tenía muchos en Las Palmas, aunque no acertara siempre a dar con los nombres de quienes afectuosamente reparaban en él. Incluso en eso se le notaba que se le había detenido irremisiblemente el tiempo.

Germán ya había dado todo a la Compañía. Su currículo como jesuita le registra distintas facetas de servicio: desde ser amanuense hasta enseñar inglés, desde ayudar como enfermero hasta colaborar con la Administración provincial. Pero su mala salud le había ido robando las destrezas que en otro momento poseyó. Su dedicación mayor vino a ser el acompañamiento a su hermana.

Y, sin embargo, al contar sus historias consabidas sobre el barrio de Vegueta, o sobre su noviciado en El Puerto de Santa María, o sobre sus veranos ingleses acompañando a alumnos, terminé por ponerles atención. Porque me dio la sensación de que en Germán seguía latiendo un corazón que, luchando contra las escasas facilidades que le daba su vejez olvidadiza, quería levantar acta de dónde halló la alegría en su vida. Y es eso lo que me queda de Germán: que el corazón retiene la memoria de lo más importante y que ya se encargará de bombear en nuestro decrecimiento recuerdos esenciales, esos recuerdos que nos narran, una y otra vez, cómo nuestra vocación nos hizo entregarnos a los demás y la felicidad que nos produjo.

Francisco José Ruiz Pérez, SJ
Bilbao, 01.12.2028

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