
Semblanza del P. Fernando Motas Pérez
Dicen que el amor es ciego. La amistad es, por lo menos, miope. Y es desde esa bendita miopía de la amistad desde la que escribo estos renglones. Han sido más de sesenta años de amistad. Una amistad profunda, íntima, enriquecedora, alegre también y cómplice tantas veces. Una amistad compartida con otros tantos dentro de la Compañía, con una etapa particularmente fecunda, en los años de los estudios de teología en Granada, donde se fraguaron unos vínculos inextinguibles alrededor de nuestro inolvidable mentor Pepe Castillo.
Todos éramos conocedores de la inmensa bonhomía de la personalidad de Tatalo, de su desbordante vitalidad, de su risa franca y abierta o de su sonrisa tierna y acogedora. Su empatía y su simpatía se ganaba fácilmente a cuantos se le acercaban. Sin distinción de personas: ni edades, ni género, ni clases sociales, ni posición ideológica alguna. Su profunda humanidad trascendía toda diferencia.
Se podría decir que era tan descuidado con sus cosas como cuidadoso con las de los demás. Por eso fue capaz de atesorar y salvaguardar las vinculaciones más importantes de su infancia en Canarias y otras muchas que surgieron a lo largo de su vida desde esa enorme potencialidad para crear vínculos amistosos.
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