
Semblanza del H. José Jiménez Aguado
La verdad es que no resulta fácil escribir una semblanza sobre nuestro querido Hermano Pepito Jiménez. Es cierto que he convivido con él algunas temporadas de varios años, muy separadas entre sí. Por eso voy a limitarme a comentar algunos recuerdos que tienen su lugar propio en este momento de su muerte.
Quienes entramos en el noviciado en Veruela en torno a 1960 recordamos que, al aire libre, junto al frontón de tres paredes, había una caseta de madera permanentemente abierta y dentro de ella un enfermo, bien tapado. “Es el Hno. Jiménez, que tiene que respirar aire puro para curarse del pulmón”. Cuando se repuso y volvió a la vida normal, vimos su talante simpático y hablador. La cosa había empezado en Japón.
Un día me lo contó. Recordando sus tiempos de la caseta, me dijo cómo había caído enfermo en Japón y por eso volvió pronto a España. Su odisea fue que, según me contaba, veía que los superiores no le creían o no pensaban que su mal fuese para tanto. Un día lo visitó en su consulta de Barcelona el Dr. Gerardo Manresa ─hermano y padre de jesuitas─ y con sólo hacerle cambiar la posición del torso le descubrió con rayos X la lesión de pulmón que quedaba oculta quizá por la clavícula. Excuso decir la alegría con que me lo contaba y el enorme agradecimiento que profesó desde entonces al Dr. Manresa. También me dijo que el superior de turno, cuando se enteró del hallazgo, le pidió perdón.
Años más tarde, coincidí con él un par de cursos en lo que yo llamaría su época dorada. Su servicio como sacristán, bien aprendido en Loyola, lo ejerció a pleno pulmón en Zaragoza la década de 1960 en la recién inaugurada iglesia Mater Salvatoris del Colegio del Salvador. Hasta hace pocos años, Pepito se hacía lenguas hablando de esa época. Disfrutaba recordando ─no sin cierta pena─ los miles de comuniones a la semana, la cantidad de confesores, la gran afluencia de fieles… Todavía algún antiguo alumno, entonces monaguillo, recuerda sus regañinas y cómo los llevaba más derechos que una vela.
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