Semblanza del P. Julio Colomer Casanova

Qué difícil es despedirnos de las personas que queremos, que han sido parte integrante de nuestras vidas. Julio era muy querido y respetado por sus compañeros jesuitas, en especial los que tratamos con él en sus sucesivos cargos de gobierno en la antigua provincia de Aragón, pero también por tantos a los que ha acompañado y aconsejado en su última etapa de “jubilación”.

Qué difícil también para cada uno de nosotros enfrentarse a la propia muerte. Julio hacía ya tiempo que la veía cercana, y más cuando en marzo pasado fallecieron José Ignacio González Faus e Ignasi Salat, compañeros de curso suyos en el Colegio San José de Valencia, que habían entrado también en la Compañía al terminar el bachillerato.

Julio trataba de prepararse a la muerte, leyendo y meditando, pero reconocía también la incertidumbre que sentía ante la incógnita del más allá. Sin embargo, como me dijo un día, también había rebrotado en él lo que el filósofo Paul Ricoeur llamó “una segunda ingenuidad”, que se abría con sencillez al misterio de la muerte y se expresaba en la práctica de devociones esenciales. El día en que le dijeron los médicos que lo que tenía era maligno, me lo encontré en su cuarto en silencio delante del crucifijo de sus votos. Por eso, cuando en la Semana Santa ya no podía participar de las celebraciones comunitarias, se unió a la adoración de la cruz besando él también ese crucifijo de votos, que hemos dejado entre sus manos en el féretro. En verdad esta cuaresma ha sido para él una unión progresiva al camino doloroso de la cruz de Jesús. Un camino que sin embargo ha terminado el viernes de la semana de Pascua, 25 de abril, en la Vida nueva del Resucitado. Como dice san Pablo, “en la vida y en la muerte somos del Señor”.

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