 
            Por si te animas
Recuerdo mirar la huerta por la ventana de una de las habitaciones del Santuario de Loyola una jornada veraniega. Terminaba nuestra experiencia como candidatos a entrar en el noviciado de la Compañía de Jesús y tenía entre mis manos una oración de Luis Espinal, que hablaba de quemar las naves en bien del prójimo. Me preguntaba cómo se podría hacer esto verdad como futuro jesuita, aunque ya sentía que irme a vivir con otros compañeros que experimentan lo mismo hacía realidad ya algo de lo allí escrito.
Otro verano, ocho años más tarde, volvía jugando a casa con una escolta inmerecida, alumnos de la escuela que se divertían corriendo alrededor de la bicicleta. Ahora vivía por dos meses en Maban, el extremo noreste de Sudán del Sur, el país más joven y vulnerable del mundo. Un lugar en el que viven más de ciento cincuenta mil sudaneses en cuatro campos de refugiados junto a una población local dispersa en aldeas de cincuenta mil sur sudaneses.
Una experiencia y otra están entrelazadas por un mismo vínculo: no había ningún otro lugar en el mundo mejor en el que pudiera estar. Soñaba con comunicarlo a otros y daba mil gracias a Dios por tan inmerecido regalo.
Es la Compañía de Jesús la que me acogió entonces y la que me permitía compartir la vida con personas en extrema necesidad. Cuando tocas ciertos lugares existenciales y geográficos de límite humano, se distingue más claramente lo que es auténtico e importante de la hojarasca de lo prescindible.
Salir de las comodidades que anestesian y presenciar las carencias de muchas personas es asomarse al abismo de la injusticia que es vida cotidiana para la mayoría. Es allí donde, al mismo tiempo, Dios se cuela en un sencillo verano: aprendiendo a dar clases de inglés o informática, a jugar con el equipo de acrobacias, a visitar a los refugiados enfermos o solos para escuchar y reconocer su dignidad, a formar profesores para los campos y las escuelas locales, a participar en terapias para supervivientes de violencia sexual, a ayudar a rellenar los bidones de agua y echar diésel en el generador.
Por si te animas a salir de casa, busca donde tus capacidades se entrecruzan con alguna necesidad humana. Esas encrucijadas están llenas de gratitud y son el territorio más humano y, por tanto, más divino que he podido conocer. Y si dudas, comienza por darte.
Íñigo Alcaraz SJ